La tecnología de punta llegó a la violencia del fútbol argentino el sábado 27 de noviembre de 1993, tras un meritorio y traspirado empate entre Almirante Brown e Instituto Atlético Central Córdoba. Los de La Gloria de La Docta habían llevado exactamente 26 parciales; los dueños de casa, un poco más, no mucho, porque la cancha les queda cerca y ese día, a esa hora, no queda cosa peor por hacer.
Los protagonistas no se retiraron cansados: se fueron también aburridos, pero de ellos mismos. El minúsculo destacamento cordobés, en la gran tribuna para los visitantes, quiso ponerle cierta gritería al triunfal empate, pero era tal la apatía que la barra local, Los Mirasoles, precursores en materia de presentar listas propias para llegar a la Comisión Directiva, ni siquiera se tomaron el trabajo de injuriarlos o denigrarlos.
Nada valía la pena.
Como siempre, los últimos en retirarse fueron las autoridades del campo. Estaba a punto de ingresar al túnel el línea Rubén Cevallos cuando la lona que supuestamente los progege de agresiones mayores fue sigilosamente corrida y por el huequito alcanzaron a ver a un chiquilín de unos 12 años, más o menos, que a la altura de la cara tenía algo en la mano y.... ¡pffff!
La nube gaseosa, blancuzca, le dio justo en el ojo derecho.
-Era una especie de gas paralizante que casi lo tumba -le contó después a los periodistas, en los vestuarios, el árbitro Alejandro Sliwa-. Por suerte, pudo recuperarse enseguida.